El hombre ávido de riquezas y de alma empobrecida no presta oídos a estas doctrinas, y si sucede que las oye exponer, se imagina que debe reírse de ellas: se lanza por todas partes, sin pudor, como una bestia salvaje, sobre todo aquello que imagina que es bueno para comer, beber, y procurarle hasta la saciedad ese placer servil e infortunado impropiamente llamado placer de Afrodita. Es ciego, porque no ve el mal que es siempre simultáneo a cada falta contra la justicia en aquellas de sus acciones ligadas a la impiedad, y no ve que quien las comete las arrastra consigo en un ciclo que le lleva unas veces sobre la tierra, otras bajo tierra, en un movimiento de ida y retorno vergonzoso y miserable en su totalidad y bajo todos los puntos de vista. - (Platón, Carta VII)