20200621

[Platón, República VI, 493a]

- Se parecen en esto a alguien que con el fin de alimentar a un animal grande y fuerte, se informara primero de sus instintos y apetitos, de la manera de acercarse a él y de tocarlo; de los momentos en que el contacto es difícil y de los momentos en que se muestra suave, y de las razones de esto; y de los sonidos que le agradan y de los que lo irritan. Después de haberse informado de todo esto, nuestro hombre da el nombre de sabiduría a su experiencia, la organiza en un sistema y se pone a enseñarla, sin tener en cuenta, ni en estas doctrinas, ni en el comportamiento instintivo del animal, lo que es hermoso y lo que es feo, lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo y lo que es injusto. Utiliza todos estos términos según las opiniones del gran animal, llama buenas a las cosas que le dan placer, y malas a las que lo irritan, siendo incapaz, por otra parte, de aportar ninguna razón para ello. Va hasta el punto de llamar hermosas y justas a cosas que son necesarias, sin haber considerado nunca la diferencia fundamental que separa la naturaleza de lo que es bueno de la de lo que es necesario. ¿No te parecería un energúmeno como este un educador bien extraño?

- Ya lo creo que sí.

- Bien. ¿Observas alguna diferencia entre este hombre y el que concibe la sabiduría como el conocimiento del instinto y los placeres de una multitud heterogénea reunida en asamblea, multitud que se pone a emitir juicios sobre pintura, sobre música e incluso sobre política? Si uno dirige la palabra a esa asamblea con el fin de presentar un poema, o cualquier otra obra de arte, o un proyecto de servicio público, y convierte a la masa en soberana en estas cuestiones, ¿no le obligará esto a producir las obras que esta masa apruebe? Que esas obras sean realmente buenas y hermosas, ¿has oído nunca a nadie dar cuenta de ello de una manera que no sea ridícula?

- No, ni pienso que lo oiré jamás.